Revista Nacional de Agricultura
Edición 1029 – Septiembre 2022
Aunque la gran mayoría de las economías desarrolladas alcanzaron este nivel porque movilizaron mano de obra de sectores de baja productividad, como la agricultura tradicional, a otros de alta productividad, especialmente, a la industria manufacturera, hoy, las cosas han cambiado. Tanto, que “se sugiere que esta estrategia parece riesgosa e incluso poco viable para mayoría de los países en desarrollo, en especial los de América Latina, abundantes en recursos naturales y tierra”, frente a lo cual se necesitan estrategias de desarrollo y transformación estructural distintas al sector manufacturero.
Por fortuna, otros sectores, con un desarrollo notable, “se han convertido en prometedores vehículos de esa transformación estructural”: la agroindustria y los servicios, que ahora muestran algunas de las características propias de la industria manufacturera.
El anterior planteamiento está consignado en Competir en la agroindustria. Estrategias empresariales y políticas públicas para los desafíos del siglo XXI, libro del BID de reciente aparición, que recoge más de treinta casos de inserción exitosa en los mercados globales agroalimentarios, correspondientes a empresas de doce países. Dichos casos incluyen desde alimentos frescos (frutas, verduras, carnes) e infusiones (té, yerba mate, café) hasta productos procesados (puré de mango orgánico, aceite esencial de limón y barras de chocolate gourmet). En este artículo nos remitimos a La agroindustria, un sector de gran potencial para el desarrollo de América, la introducción de la citada obra.
Entonces, se lee en la introducción del mencionado trabajo, “que ahora lo que hay que buscar es que, dentro de cada sector o industria, una mayor cantidad de trabajadores se empleen en empresas más productivas que utilicen métodos de producción más avanzados, es decir, una transformación estructural vertical. Y pocos sectores ofrecen tantas oportunidades para conseguir esto en América Latina como la agricultura”.
Como demostración, asegura que las granjas más modernas de esta parte del mundo cuentan con modernos sistemas de producción, tecnología de punta, agricultura de precisión, genética avanzada, drones, sensores satelitales, etc. En otras palabras, “la agricultura se ha convertido en una industria tecnológica”, y como lo dijera The Economist (junio de 2016), “Las granjas se están volviendo más parecidas a las fábricas: operaciones estrechamente controladas para obtener productos fiables, inmunes en la medida de lo posible a los azares de la naturaleza”.
Pero como los sistemas agroalimentarios trascienden la granja –plantea textualmente el estudio del BID–: estos requieren una compleja red de vínculos hacia atrás y hacia adelante, así como vínculos laterales con agentes e instituciones económicos especializados que permiten que los productores compitan en los mercados nacionales o internacionales y respondan a una demanda cambiante. Estos vínculos incluyen la cadena de valor de insumos, tales como agroquímicos, maquinaria agrícola, semillas, biotecnología, etc.; la cadena de valor del producto (procesadores, exportadores, mayoristas y supermercados, entre otros), y servicios laterales (financieros, transporte, logística, tecnología de la información, etc.).
Ahora bien, “todo lo anterior, requiere además el soporte de bienes públicos (investigación y extensión, servicios sanitarios y fitosanitarios, apertura de mercados, infraestructura, regulaciones de uso de la tierra y regulación laboral). Producir con técnicas modernas y competir de manera exitosa en los mercados internacionales necesita inversiones e innovaciones en todos los elementos del sistema”.
Pero no solo las oportunidades para la agricultura moderna están dadas por el mayor uso de esos avances tecnológicos, sino por las grandes transformaciones que se observan en la demanda. Es así como “a medida que aumentan los ingresos en los países en desarrollo, las personas cambian sus dietas, transitando de cereales básicos y almidones hacia dietas más diversificadas que incluyen productos como frutas y verduras, carnes y lácteos. En este contexto, dichos productos, así como también insumos tales como los cereales forrajeros, actualmente, enfrentan demandas muy dinámicas. Al mismo tiempo, la mayor capacidad de pago en los países desarrollados induce a sus consumidores a buscar las frutas y verduras que desean durante todo el año, incluso en los periodos de contraestación, lo que ofrece oportunidades excelentes en los países productores que pueden responder a estas demandas”. Y con el aumento de la demanda por estos productos, vienen nuevas exigencias por parte de los compradores y los consumidores finales, en cuanto a calidad, inocuidad, comercio justo, respeto por medioambiente, etc.
La nueva forma de demanda mundial de alimentos ofrece múltiples oportunidades de aprovechamiento y creación de valor, “pero impone considerables desafíos para poder aprovecharlas. En este sentido, la agricultura moderna no solo exige nuevas y crecientes capacidades tecnológicas, sino que requiere que dichas capacidades estén al servicio del cumplimiento de los requerimientos y demandas de los mercados externos. Ya no se trata de producir un commodity, sino de construir cadenas de valor que logren la competitividad sistémica para personalizar los productos, según los diversos requerimientos que imponen los mercados internacionales”.
Los treinta estudios de caso que se examinan en la obra del BID, muestran que no hay una estrategia de inserción única que las empresas deban seguir para alcanzar el éxito, sino que existe una multiplicidad de ellas para insertarse en los mercados internacionales. Entre estas aparecen: el cumplimiento de requisitos básicos que imponen los mercados externos; la diferenciación de sus productos a través de la obtención de certificaciones; la oferta de productos con ciertas cualidades particularmente valoradas por los mercados (mandarinas fáciles de pelar, productos con mayor vida de anaquel, etc.); el aprovechamiento de las ventanas temporales en las que hay poca oferta, ya sea a nivel global o en ciertos mercados de países desarrollados, y la agregación de valor a través del procesamiento de productos primarios, que suele permitir la obtención de varios productos derivados.
Otra cosa importante que dice este trabajo es que “en América Latina, la inserción exitosa en agroalimentos no está únicamente reservada para las grandes empresas de frontera. El sector ofrece excelentes oportunidades para conectar a los pequeños productores con los mercados internacionales”. No obstante, advierte que no pueden hacerlo de manera individual, sino a través de formas asociativas, en una estrecha relación con firmas ancla o tractoras.
Destaca casos de asociatividad vertical, “con modelos en los que firmas tractoras empacan, procesan y comercializan productos –aguacates en Perú, diversas frutas en Nicaragua y café en Centroamérica–, que les compran a miles de pequeños proveedores, a los que dan asistencia técnica, apoyo en certificaciones –con frecuencia grupales–, acceso a insumos más económicos y a financiamiento”.
De otra parte, habla de los esfuerzos que tanto las empresas agroexportadoras que integran las cadenas mundiales de valor, como los pequeños productores que son parte de sus cadenas de suministro, hacen, de una parte, para enfrentar desafíos ambientales (degradación de los suelos o la escasez de agua y de otros recursos naturales necesarios para la producción primaria), y de otra, para responderle a un consumidor que cada vez demanda productos amigables con la Naturaleza.
En otro capítulo, el trabajo en cuestión “discute las estrategias que utilizan las empresas –frecuentemente en articulación con el sector público y los sistemas de innovación– para enfrentar estos desafíos ambientales y aprovechar los nichos de mercado que valoran los modelos de producción ambientalmente responsables. Estrategias que pasan por la adopción de modelos (y certificaciones) de producción orgánica, regenerativa, biodinámica y agroforestal, por el cobro (y en algunos casos el pago) por servicios ambientales, y por modelos de economía circular, que buscan transformar el descarte de otros procesos productivos para generar productos de alto valor”.
Pero la inserción exitosa en los mercados externos no depende solo del trabajo y las decisiones estratégicas que tomen las empresas: la provisión de bienes públicos por parte del Estado es fundamental, ante lo cual el estudio plantea dos objetivos centrales que deberían tener los gobiernos para orientar sus acciones de apoyo al sector. “El primero es contribuir, a través de la provisión de bienes públicos, a la articulación de las cadenas de valor agroindustriales: de alguna manera, aglutinarlas, fortalecerlas y fomentar su expansión. El segundo, es ayudar a que estas cadenas sean más inclusivas, incorporando a tantos pequeños productores como sea posible. Ambos objetivos son complementarios”.
Conclusión del BID: “Los casos de éxito presentados en este trabajo demuestran que sí se puede. Es cuestión de poner manos a la obra”.