La autonomía de la mujer rural: ¿un imposible?

Por Cecilia López Montaño cecilia@cecilialopez.com www.cecilialopezcree.com www.cecilialopez.com

La vida de la mujer rural en Colombia es una de esas historias tristes que se repiten a través del tiempo, en esta sociedad que no deja de ser patriarcal, profundamente desigual y con una mirada cada vez más urbana. Y no se trata de que estas mujeres que aún siguen en el campo colom- biano no hayan evolucionado; por el contrario, hoy se educan más que los hombres, conservan la cultura, cuidan el medio ambiente y, sobre todo, siguen siendo la fuente inagotable del bienestar de sus familias. Pero, la parte dolorosa de su realidad actual es que ese esfuerzo por superarse, por vencer la adversidad, no les ha abierto la oportunidad de decidir sobre el tipo y calidad de vida que desean. Es decir, no han logrado ni siquiera el poco grado de autonomía que tienen los hombres del campo.

Las cifras son contundentes. En 1984, cuando se presentó en el documento Conpes 2109 la primera política para la mujer campesina, su tasa de participación en el mercado laboral era muy cercana a la de las mujeres urbanas; hoy hay un abismo. Fue en la década de los ochenta cuando se dio ese gran salto en la actividad reconocida como productiva de las mujeres rurales al pasar de 16.5% en 1971 al 27.2% en 1980 en su tasa de participación laboral. Es decir, la proporción de la población femenina rural que realizaba un trabajo remunerado o estaba en la búsqueda de este tipo de actividades que generan ingre- sos o desempleadas. Hoy hay una gran brecha entre la actividad laboral de la mujer urbana y la rural: 60% son activas en las ciudades y solo 40% de las rurales (Dane, 2018). Ha crecido lentamente su posibilidad de obtener ingresos por su trabajo, mientras que para las mujeres en las ciudades su autonomía económica crece significativa- mente.

Pero las distancias entre mujeres rurales y urbanas son inmensas cuando se trata de ese enorme trabajo de cocinar, arreglar la casa, cuidar niños, ancianos enfermos, y todo lo demás; es decir, la carga de la economía del cuidado. En el 2016-17 las mujeres rurales colombianas, en promedio, emplearon 7.2 horas diarias en tareas de cuidado no remunerado y 4.50 horas al día en trabajo remunerado. Aquellas que viven en ciudades gastan también muchas horas en el cuidado de sus hogares y familia, 7.04 horas diarias, cifra inferior a la que tienen sus pares en el campo (Dane, 2018). A esto se suma que los hombres rurales ayudan mucho menos que los urbanos en estas labores esenciales para la vida los individuos y las familias. Un dato que poco se conoce. Cuando se promueven proyectos productivos y se olvidan del cuidado que realizan las mujeres, la carga de trabajo para ellas llega a ser inhumana: entre 14 y 19 horas diarias (CiSoe, 2015).

En Colombia, la educación y la salud, cuyo acceso ha sido el centro de la política para la mujer en general y para la mujer del campo, en particular, ya tiene una dinámica lenta pero positiva. El asunto es lograr que no solo los hombres tengan la posibilidad de tomar decisiones sobre ellos y sus familias, sino que las mujeres rurales salgan de esa situación de subordinación, foco de la violencia contra ellas que cada día es más evidente. La tarea ahora es lograr que, como los hombres, alcancen la autonomía económica, camino para llegar a ser dueñas de su vida. Las mujeres deben compartir en igualdad de condiciones las decisiones sobre su futuro y el de sus familias y por qué no, participar en política donde se toman las grandes decisiones.

Poca conciencia hay en esta sociedad que se identifica como urbana sobre el inmenso sacrificio que hacen las mujeres rurales. Lo que se pierde se formula en términos sociales, económicos y políticos al no reconocer su realidad actual y no apoyar su verdadero desarrollo como seres humanos que le aportan tanto a la sociedad colombiana. Por ello, el país debería plantearse la siguiente pregunta: ¿Será que la autonomía de la mujer del campo colombiano tiene que seguir siendo una utopía?